sábado, 5 de julio de 2014

Cada quien desde su trinchera


Un grito de guerra; una frase de armas tomar (sin, claro, tomar las armas o hacer la guerra). Una frase sencilla y contundente. Nada de hipérboles infladas, nada de repeticiones pleonásmicas: una frase plena de sentido común, honestidad y circunspección. 
Quizás por eso siempre me pareció una esquinera sospechosa.

En el abigarrado trajín contemporáneo, en la cotidiana práctica del time is money, el malabar organizativo de la vida académica, laboral, doméstica y ociosa nos coloca siempre ante el riesgo de socavar nuestra imagen deontológica, de meterle zancadilla a nuestro querido deber ser: ¿en cuál franja de tiempo entre la tesis y la merienda, entre el PowerPoint y la cópula, darle cabida a las cosas importantes?

Aparezca el cada quien desde su trinchera, antenitas de vinil y todo. Este granito de arena supone el cándido exorcismo de ese peligro: tranquilos, cada quien desde su trinchera: cada quien desde su oficina, cocina, cuenta de twitter, lugares de sano y no-tan-sano esparcimiento.

La posmodernidad condena a muerte el mito de la insurrección popular (fusilamiento por pelotón de hipsters frente a mural de Andy Warhol); su espíritu sobrevive sólo en las representaciones sub-lumpen-marginales del happening y la idea del rapto de algunas sectas milenaristas. Su reemplazo son dos ficciones igualmente deliciosas: (1) la sociedad cambia mientras cada quien sigue en su rutina, en su día a día, en su business as usual; (2) el hambre mundial (y la guerra y la ocupación de Gaza y el uso de encantadores conejitos para pruebas de cosméticos) acabará por crujir bajo el peso de la opinión pública. (Corolario: declárese vencida la inconveniente necesidad de mudar lo personal y lo privado en lo colectivo, de confluir bajo una trinchera menos individual y menos metafórica.)
Lo que anima a este moralista ejército de buenas intenciones quizá pueda resumirse en lo manifestado por Saramago, en ocasión de la guerra contra Irak (2003): «irrumpió la terrible noticia de que los Estados Unidos de América del Norte habían dejado de ser la única gran potencia mundial [...] ¿quién más es entonces?", preguntó Bush. Fue Collin Powell, mal creyendo él mismo en lo que estaba pronunciando su propia boca, quien dijo: "La opinión pública, señor presidente". »
El mito de la opinión pública, prolongación del sueño democrático liberal: el mundo como suma total de opiniones. Todo es cuestión de elección personal. El subdesarrollo como dilema de elección entre fabricantes de champú; la violencia como cadena de malas decisiones. Quizás por eso afinca tan bien lo politically correcto porque, si todos pensamos correctamente, aparece el unicornio azul o cuervo blanco de Paracelso. Mejor:
«la tentación de creer que los problemas prácticos se pueden resolver conceptualmente es más fuerte que nunca, y en eso consiste el idealismo que atacaba Marx. Basta pensar en toda esa gente que cree que la crisis económica actual es, sobre todo, un problema de actitud, de mentalidad. Ahí es nada: el corolario de un macroproceso económico, social y político que ha configurado el mundo tal y como lo conocemos en los últimos cuarenta años reducido a un problema de motivación, tal vez solucionable con una buena estrategia de coaching colectivo.»


Si al final del día (¡tragedia de tragedias!) fracasamos en nuestra noble cruzada por los derechos de los migrantes, los animales, los palestinos, los transexuales et al, nos queda siempre la tranquilidad de un buen sueño, sabiendo que se hizo lo que se pudo, cada quien en su trinchera.
En el tercer planeta del sol
la conciencia limpia y tranquila
es síntoma primordial de animalidad
Szymborska
PD.
Si, frente a la tozuda realidad perseveramos en el delirio de la opinión pública, en la certera fe de que  un mejor mundo está a una opinión de distancia, basta que Chomsky nos recuerde el creciente divorcio entre opinión pública y políticas públicas.

jueves, 19 de junio de 2014

Pynchon


but elephants have souls. Anything that can get drunk, he reasoned, must have some soul.
Pynchon, V.

Pynchon sí que sabe. Hay algo en su voz que me recuerda a Sabato, a un Sabato diáfano, un Sabato lúdico que baila sobre el precipicio. Con Sabato se ríe desde el abismo; una risa escatológica. ¿con Pynchon? Somos espectadores del harlequín que ríe en el abismo. ¿espectadores o testigos? (la diferencia no es casual)
Como una postal de feria en la que una niña de trenzas salta de la mano de un puñado de globos dichosamente inflados de gas mostaza